Hugo Chávez (II): ideal, ideologías y mesianismo

La semana pasada analizábamos la biografía de Hugo Chávez, y su evolución desde el idealismo de su juventud a las consecuencias reales de su sistema político en millones de compatriotas. Concluíamos con una duda legítima: si llegó a aceptar o no el fracaso de su visión; de su paraíso terrenal.

De aceptarlo nos encontraríamos con un cínico contumaz que utiliza un discurso populista y la mentira sistemática simplemente para beneficio y poder de su persona y de su camarilla más cercana. En el caso contrario, el que no aceptase el fracaso de su proyecto y que muriese creyéndose aún el mesías de Venezuela, la pregunta a hacerse es: ¿cómo se llega a una distorsión cognitiva tan grave?

Porque el caso de Chávez es público y notorio, principalmente por los efectos sobre todo un país. Pero no pocas empresas en el mundo sufren perfiles directivos ante los cuales es legítimo plantearse la misma pregunta: ¿puro cinismo o distorsión cognitiva grave?

En 1999 Chávez tomó el poder cargado de idealismo, y apoyado en el drama de la corrupción de la clase política. Y, como pasa con todas las ideologías (hasta las más “soft”), tenía muy claros los problemas del país y su “rápida” solución.

Quizá al principio no se atrevería a considerarse el mesías anhelado. Pero sí creía en su interior que sus ideas salvarían el país de la corrupción política, de la pobreza, de todos sus males. Salvarían al hombre del propio hombre. Porque éste es el primer error fundamental de toda ideología: creer que el problema principal reside en las circunstancias, en el sistema.

Esas circunstancias están trufadas de decisiones humanas muy concretas. Y ese sistema está construido por personas muy concretas. Pretender que un sistema político puede cambiar la condición humana es no conocer, de verdad, al hombre.

Porque la grandeza de un hombre bueno no emana de su inclusión en un sistema perfecto; sino de que libremente escoge el bien. Pudiendo corromperse (en cualquier sistema), no lo hace. Por motivos mucho más elevados que simplemente hacer lo correcto, o lo que dicta la ley, o para no ir a la cárcel… Esa grandeza no se alcanza gracias a un sistema perfecto; aunque, obviamente, el contexto influye dramáticamente. Esa grandeza es fruto de un proceso personal de crecimiento en donde la ascética juega un papel dominante.

Así, cuando se pone la esperanza en un sistema perfecto, lo primero que se sacrifica es el valor de la libertad: ésta se respeta solo si contribuye a la construcción de la sociedad perfecta. Ya lo vimos al escribir sobre otros revolucionarios. De ahí que la primera medida de Chávez fuese toquetear las elecciones que legitimaron su nueva Constitución… La libertad de sus conciudadanos no podía dar al traste con su visión de la sociedad perfecta. Y así, cuando se entra en la dinámica de que el fin justifica los medios, es casi inevitable ahondar en las distorsiones cognitivas perdiendo de vista el bien común, la realidad tal y como es.

Y claro, en el momento en el que se pierde de vista el bien concreto del ciudadano por la consecución de una utopía, el camino está sembrado para identificarse, tarde o temprano, con la encarnación de esa ideología. Es la tentación secular de fabricar ídolos para proyectar en ellos sueños ilusorios. Es puramente una explotación de los miedos, las pasiones y los fantasmas de esas personas imperfectas que somos cada uno de nosotros.

Chávez acabó viéndose como un mesías porque se confundía a sí mismo con su propio ideal: Chávez es quien va a traer la prosperidad a Venezuela… Chávez es la prosperidad de Venezuela…Chávez es nuestro libertador. Un cambio progresivo pero que identificamos claramente en este dirigente. Como en tantos otros consumidos por su propia visión, y sus derivadas: las patologías obsesivas y narcisistas.

Todo ideal debe pasar por el tamiz de la realidad para no convertirse en una ideología disfuncional… y para no convertir a quien lo promueve en un mesías falso. No importa lo intrínsecamente bueno que aparente ser ese ideal, ni que las intenciones originales sean honestas. El bien común es el bien de cada uno y las relaciones que constituyen una sociedad; y si la sociedad se fragmenta, sufre, o crece en indiferencia hacia el destino del otro, algo se debe cambiar en la forma de ejercer el poder. Igual que en una empresa su cultura es el mejor indicador para “olfatear” su sostenibilidad a largo plazo, la prueba del 9 de la política es el tipo de relaciones que se promueven dentro de la sociedad, la cohesión y dinamismo de la misma. Y esa prueba, hoy, en Venezuela y en tantos otros sitios, sus dirigentes la suspenden.

Por Luis Huete y Javier García