La pretensión de Henry Ford

«Hay una regla para el empresario y es: hacer los productos con la mayor calidad posible al menor coste y pagando unos sueldos lo más altos posibles». Henry Ford.

Estaba solo, con su mujer, a la luz de las velas y con poca energía vital. Qué curiosidad, casi se había olvidado de cómo era vivir sin electricidad… Su amigo Edison había cambiado el mundo, qué duda cabía; y él deseaba fervientemente no haberse quedado atrás con sus automóviles.

Fugazmente le invade una nostalgia invencible, y recuerda sus primeros años en la granja de sus padres, el descubrimiento de la primera máquina de vapor que con tanta ilusión aprendería a inspeccionar y arreglar; el consuelo que significó desmontar y volver a montar relojes cuando murió su madre, tan joven, en un parto.

La vida es dura, muy dura. Y sólo siendo más duros podemos salir adelante. Es lo que Edsel, su hijo, no alcanzó a comprender nunca muy a su pesar… Si tan sólo hubiese vivido la pobreza con la que su padre conoció el mundo de niño; si hubiese vivido las desgracias que él vivió… Intentó transmitírselo, desaviniendo públicamente sus decisiones al frente de la compañía, con la esperanza de sacar de él el carácter duro que debería de haber heredado… Pero no, Edsel fue siempre un caballero, amable y bueno, hasta el día en que murió, hacía ya dos años…

Henry Ford se había acostado ya, esa noche de marzo de 1947, y a la luz de las incómodas velas intentaba leer el periódico. Casi todo eran noticias sobre el desbordamiento del río Rouge, que había dejado su casa sin electricidad. Conforme seguía leyendo, se acordó súbitamente de los comentarios ponzoñosos de Chesterton sobre su fracasado viaje a Europa durante la I Guerra Mundial, tratando de promover la paz. Quizá se extralimitó cuando señaló la complicidad de industriales y banqueros occidentales en el hundimiento del Lusitania para forzar la entrada de EEUU en la guerra y así ganar más dinero…

Lo que ni Chesterton ni la inmensa mayoría de la prensa internacional le perdonó jamás fueron los editoriales de The Dearborn Independent. Editoriales que le valdrían el dudoso honor de ser el único norteamericano citado personalmente en Mein Kampf… Y el único estadounidense depositario de la mayor condecoración que la Alemania nazi podía conceder: la Gran Cruz del Águila.

Pero ni siquiera eso podía borrar, pensaba el viejo Ford, los logros sociales alcanzados gracias a su empresa. ¿Qué empresario, de cualquier sector, había doblado el salario medio de sus trabajadores? ¿Cuántos de sus trabajadores habían alcanzado el sueño americano gracias a su clarividencia tecnológica y empresarial? Nadie podía negar, ¡nadie!, que él era el padre del automóvil de masas. Que él había llevado el coche al pueblo, a la masa, transformando la sociedad para siempre. Que él, Henry Ford, uno de los hombres más ricos que habían pisado La Tierra, había traído la sociedad del bienestar a Estados Unidos.

Y claro, pensó en el Modelo T, la mayor revolución vista en el sector del transporte desde la máquina de vapor. El primer coche con precio asequible para la clase media. El coche que obligaría a su país a rehacer completamente las carreteras y las vías públicas.

Hay que ser un hombre duro para triunfar, solía decirle a su hijo Edsel. Y duro había sido cuando sindicatos y trabajadores enfadados amenazaron con parar las fábricas, allá por los años 30, durante la Gran Depresión. ¿Habría sido su hijo capaz de montar su sistema de vigilancia en las fábricas? ¿Habría tenido el valor de contratar a antiguos matones y boxeadores para mantener el orden en la cadena de montaje, para controlar el trabajo de los operarios?

Se quejaban de las condiciones infrahumanas en las que trabajaban, lo recordaba bien… ¿En qué condiciones estarían si no hubiese montado sus fábricas, si no hubiese duplicado sus sueldos, si no se hubiese levantado después de sus dos quiebras? El éxito es para quien trabaja duro, para el que se exige y exige, y él había trabajado más que nadie…

Pero ahora estaba retirado, y veía el entorno desde la nostalgia, desde sus cuestionados axiomas que ya no eran los prevalentes en la sociedad en la que vivía. Veía sindicatos florecer por todas partes, y no podía evitar preguntarse si esa película de Chaplin podía tener un poco de razón. Hacía más de 10 años de su estreno, que tan mal le sentó por ser tan explícita en su crítica, pero quizá sí consiguió captar parte de la realidad… Él, que se había jurado no volver a tener jefe tras su primera quiebra, quizá no era la persona más indicada para criticar la denuncia de Chaplin…

Estaba profundamente cansado, desfondado. Hacía días que se sentía así… Años quizá. Dos, tal vez, desde la muerte de Edsel… Si tan sólo hubiese sido más como él, seguramente habrían congeniado mejor. Pero hacía tiempo ya que la decepción había dado paso a un dolor hondo. Si tan sólo hubiese pretendido menos que fuese como él, quizá habría disfrutado más de su único hijo.

Así que apoyó su cabeza en el regazo de su mujer, Clara, que siempre le había ofrecido consuelo. Y descansó de sus angustias, de sus afanes y de sus pretensiones. Y ya no despertó más al mundo que él había ayudado a conformar. Al mundo que él había cambiado para siempre y al que tan extraño sentía en el atardecer de su vida.

Por Luis Huete y Javier García